lunes, 9 de junio de 2014

Sobre la palabra Princesa

Siempre me gustó la palabra princesa.

Las princesas llevan una corona y un vestido brillante o brillan a pesar de sus vestidos gastados.Tienen cierta gracia que resplandece y uno piensa, al mirarlas, en palabras como: tenue, suave, desnudez, descanso y sonrisa. Gusto de estar. Al descanso preferido del príncipe con su princesa le dicen "locha" en Colombia, que es ese echarse y simplemente dejar pasar la tarde en compañía.

Siempre que veo a una mujer o a una niña llevando una diadema recuerdo esta impresión de brillo (los lazos también tienen ese poder singular), como si triangularen la atención del lazo a la idea de limpieza, luego a la impresión y el deseo de ligereza, y luego de vuelta a toda ellas.

Es indescriptible lo que significa pasar el tiempo descubriendo a una princesa en la desnudez compartida y me pregunto si esa no será una de las formas más puras del encuentro y la sensación de ser parte de la continuidad de la vida. Ahí la princesa, por un momento, pasa a ser llamada mujer y esa es la palabra natural y verdadera. Otra palabra donde la princesa es mujer es madre (pues cuando son abuelas pasan a ser hadas).

También me encantan y divierten las princesas pequeñas. Curiosas, con cabellos que relampaguean por el orden, estirados por mano de reina, o desparramados y levantados al cabo de unas pocas horas. Recuerdo siempre con gusto cómo me encuentro divertido con sus voces estridentes y también aquellas ocasiones en que he admirado gestos furtivos en donde revelan una vanidad naciente. De ser papá, se adivina fácil, siempre me he imaginando criando en algún momento a una niña pues me alegran su brillo personal y su alegría. 

En la actualidad las princesas no quieren ser salvadas, ni mantenidas, ni necesariamente tener grandes castillos (aunque la última parte no la termino de creer, siempre las he visto como decoradoras o habitantes natas). Oigo con atención su deseo de ser llamadas compañeras y la petición doble y semisincera de querer ser bajadas de los pedestales en donde lo que se admira es la belleza de su feminidad. A veces creo que Eso es lo que tratamos de decir con esta palabra que guarda tantas cosas y me acuerdo de Benigni gritando muerto de risa y deseo "¡bongiorno principessa!" o de una mujer, a lo Penélope Cruz dando guitarra a todo tono (en Volver), animando una fiesta.

Tal vez sólo fui un niño al que lo marcaron el brillo de las historias de los cuentos y los construye y reconstruye con nuevos colores. Hoy la palabra princesa me permite hablar de lo que admiro en las mujeres, desde la niñez a la vejez.

Hay quien se apresura a decir que no deberían existir los príncipes, ni las princesas y que tal vez todo debería ser de una monócrama igualdad. A veces pienso que lo que alguien Tan Aburrido quiere decir es más bien que las princesas no deberían ser sólo de una manera sino más bien de todas las tallas, edades, caracteres, actitudes, colores, olores (¿y, por qué no? sabores). Así, cuando decimos princesa, se puede entender que, en el fondo, decimos la belleza propia e indescifrable que acompaña a las mujeres, a la cual a mí me gusta ponerle el nombre de feminidad. (y salimos del problema de la delimitación del género, al menos hasta el descubrimiento de una nueva palabra poderosa).

El descubrimiento de princesas, chiquitas o grandes, siempre es bienvenido. Hacen parte de aquellas formas permanentes y dinámicas que iluminan al mundo. Tienen el brillo intermitente de las estrellas y a veces llegan como corrientes suaves de agua o de aire que ilumina el sendero de príncipes distraídos. ¡Ay de la belleza y el terror de hallarse retenido por los ojos divertidos de una princesa!
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