A la tierna edad de once años viví la muerte
más importante que hubiera vivido hasta entonces: la mía. Fue una muerte
minúscula, pero en nada distinta de la muerte mayor —aquella de la que, hasta
donde se sabe, no volvemos— porque la sensación fue la misma: la de haberme
instalado en el territorio abúlico o indiferente de la nada.
Sucedió así: días antes de embarcarnos oí a un
tío haciendo el recuento de los accidentes, al parecer numerosos, que habían
sucedido en un cerro llamado El Tablazo. Las avionetas, le decía a un amigo, se
quedaban enredadas en su cima cuando no lograban altura suficiente, porque la
neblina de la zona dificultaba enormemente la visibilidad. El amigo comentó que
esa era una muerte deseable porque ocurría en cuestión de segundos y el que la
padecía prácticamente no se daba cuenta.
Esa noche me fui a la cama con la idea
clarísima de que mis días estaban contados. Como era evidente que no tenía ni
la más mínima posibilidad de disuadir del viaje a mi familia, salvándola así de
una muerte absurda, me puse a considerar cómo librarme al menos de la mía.
¿Esconderme minutos antes de salir?¿Escapar al monte, enrolarme en un ejército
guerrilero, vivir en una choza abandonada alimentándome de setas silvestres
como en los cuentos de la infancia? Comprendí —me iba a pasar otras veces en mi
vida— que no tendría la fuerza de emancipación suficiente suficiente para tomar
una decisión tan drástica. Me descubrí cobarde. Así que, como un enfermo a la
entrada de un quirófano, me rendí a la fuerza del destino y me encaramé al
pequeño avión abrazada ya a la idea de la muerte, mientras hacía balances
mentales sobre mis pecados a fin de saber si iría al infierno o al purgatorio,
pues el cielo no estaba dentro de mis consideraciones.
Mi madre se sentó con mis hermanos en la parte
trasera del avión y a mí me correspondió en una de las ventanillas, al lado de mi padre. Apenas
emprendimos vuelo, este, alzando su voz por encima del ruido, me hizo algunas
precisiones didácticas referidas a las partes de la nave, a la topografía que
iba a divisar, al tiempo que duraría el viaje. Pero yo, que fingía oír sus
palabras, solo pensaba en El Tablazo, en su altura colosal que no estaba
esperando para sepultarnos a todos por los siglos de los siglos. Entonces,
mientras ascendíamos, allá abajo se fueron empequeñeciendo las casas y las
colinas y las vacas bajo la luz vidriosa de la mañana, hasta que una niebla de
reflejos mercuriales se tragó definitivamente el paisaje.
La luminosidad de aquella bruma sin fisuras
—que se correspondía a la perfección con el ruido sordo que, como un bajo
continuo, sentía en el fondo de mis oídos tapados con algodones— resultaba a la
vez misteriosa y fascinante, porque pertenecía a otra dimensión de la realidad,
en la que el color había desaparecido. Lo aterrador y lo bello se aunaban en
ese preámbulo de muerte, que sin duda vendría a invadir con colores atroces
aquel sopor grisáceo que nos rodeaba, y que iba a desaparecer borrado por los
púrpuras y naranjas del fuego que nos pulverizaría en unos instantes entre el
verde magnífico de la montaña. Aferrada a la silla, casi sin aliento, esperaba,
con los ojos clavados en la nada exterior.
No oí ninguna explosión, no vi el filo de El
Tablazo, no sentí el más mínimo dolor. Un agujero negro y cálido me subsumió, y
mi pequeña vida se hundió en un magma oscuro y apacible. Poco a poco emergí del
regazo tibio de la muerte con los ojos muy abiertos, y fue entonces cuando vi a
mi hermano con la cabeza doblada sobre su hombre, a mi madre con la cabeza
echada hacia atrás y los ojos cerrados, como esas figuras mortuorias que
exhiben en los museos, a mi padre con los ojos abiertos y una cara impávida
mirando fijamente el techo. Me bastaron unos momentos para comprender: estaban
todos muertos, helados, sin una gota de sangre. El accidente había ocurrido ya,
sin duda, pues todo pasaba, como había dicho mi tío, en cuestión de segundos,
sin que uno se diera cuenta. Que la muerte no doliera no me sorprendió, pero sí
que siguiera sintiendo mi cuerpo, las lágrimas tibias empezaban a caer por mi
cara. Acepté mi nueva realidad con una serenidad y una aceptación que hoy
serían inconcebibles, y lloré por mi propia muerte y la de mis padres y mis
hermanos sin mayores aspavientos.
Al fin y al cabo, los aspavientos están
planeados para llamar la atención y eso ya no tenía sentido. Entonces, el
cadáver que estaba a mi lado resucitó y, mirándome con ojos muy abiertos, me
preguntó con una voz apagada, venida de ultratumba, si estaba mareada. Asentí,
para no hacer el ridículo. Entonces sus manos me pasaron un pañuelo empapado en
loción para que lo oliera. Luego mi padre, recién vuelto a la vida, deslizó su
mano por mi pelo, por mis mejillas. Y yo me rendí a su caricia mientras afuera
un cielo azul pálido iba abriéndose camino poco a poco entre las nubes que se
disipaban.
Muchos meses después me asaltaba a cada rato
la inquietud de que aquella ciudad a la que habíamos llegado existía en otra
dimensión. Era un pensamiento consolador, porque me permitía pensar que cada
muerte deba paso a una vida nueva, en una cadena infinita, en un inacabable juego
de cajas chinas.
Piedad Bonnet, El prestigio de la belleza.
Fragmento.
¡Que maravilla!
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